miércoles, 11 de octubre de 2006

Opinión

TOTAL, POR UNA HECTÁREA…


El estado de excepción urbanística es un hecho lamentable pero constatado y que
desde hace ya varias décadas no para de crecer en España, amenazando con socavar los
principios elementales de nuestra democracia, si no se remedia. Son muchos ya los
profesionales que han dado la voz de alarma, y lo que hasta hace poco parecía ser "caso
aislado" se ha convertido en algo rutinario, general y desvergonzado. No hablo de
corrupción sino de excepción. Me explico: En tiempos de oligarquía los nombramientos
a dedo, los amiguismos, favoritismos y tráficos de influencia solían estar amparados por
el poder. Hoy en día, estas mismas cuestiones han pasado a estar abrigadas por la ley
que el poder, sobre todo municipal, utiliza en beneficio propio. O así lo pretenden, al
menos, los que ostentando un cargo político se rodean de legalistas para interpretar en
beneficio de la gerencia que representan la ley urbanística en cuestión. Bajo el paraguas
de planes de ordenación urbana, planes generales y parciales, y que no pasan de ser en
la mayoría de los casos una manera burda de recalificar terrenos, pretenden los
gobernantes de muchos municipios, grandes y pequeños, –en colaboración con los
constructores y agentes mobiliarios-, autorizar legalmente convenios que en su
redacción constituyen una flagrante ilegalidad, no sólo ante los ojos de los juristas
independientes, sino del sufrido ciudadano observador. Una situación excepcional que,
paradójicamente, no puede declararse corrupta, salvo casos muy evidentes y torpes,
porque la respectiva ley general, aquella que rige en cada Comunidad Autónoma, está
redactada con el fin de asumir los hechos consumados, ya sean ilegales o no.
Así por ejemplo, terrenos ilegalmente recalificados antes de la aprobación de un
plan pasan a ser urbanizados legalmente tras la aprobación del plan, o incluso antes. Si
una zona urbana no cumple los requisitos de porcentajes exigidos para zonas verdes, se
le adjunta otra muy alejada de esta para que los cumpla, aunque para ello haya que
declarar urbano lo que antes era zona rústica y con algún grado de protección. Los
índices de edificabilidad no se calculan por metro cuadrado sino por área discontinua.
Los estudios de impacto ambiental se hacen una vez levantados lo edificios, talados los
pinares, licitadas las obras, vendidos los pisos en zonas inundables, serradas las
montañas y descubiertos sus acuíferos, etc, etc, etc. Todo ello dentro de un esquema
urbanizador que sería la envidia de los tecnócratas de los años 60 y 70. Una práctica de
ley hecha a medida, sin duda, para quienes nos gobiernan, y también para los que
realmente mandan, que son los que financian a los que gobiernan. Una práctica de ley
en pocos casos corrupta –desde el punto de vista empírico-, pero que a todas luces
corrompe, no tanto la economía –que mucho en España se ha beneficiado de esta
voracidad liberal- como la credibilidad de los estamentos, la credibilidad de la misma
democracia constituida, constituida no sólo para ejercer el voto sino también para que el
ciudadano pueda defender sus intereses privados y comunes, particulares y de todos.
La última modalidad de excepción, el colmo de la sutileza excepcional, la
forman los pactos no escritos de los Ayuntamientos con grandes empresas
constructoras, muchas de las cuales no existen como tales sino que son un entramado de
subempresas y filiales detrás de las cuales, a su vez, están siempre los Bancos y los
agentes de crédito. Estos Ayuntamientos, ávidos de propaganda política y de
autocomplacencia suelen proponer la construcción de obras faraónicas, cuya utilidad
suele quedar con el tiempo en entredicho y que no hacen sino aumentar la deuda
municipal de manera astronómica, en relación a su capacidad jurídica. Así por ejemplo,
un municipio de 60.000 habitantes que se endeude de un día para otro en 6 millones de
euros significa un aporte tributario de 100 euros por persona, incluidos ancianos y
niños. 100 euros que el Ayuntamiento ha de conseguir trabajosamente subiendo el
precio de los tributos, algo verdaderamente impopular. Es por ello que se prefiere el
atajo, la manera ineludible de pago, el autoendeudamiento voluntario con la propia obra
en construcción. Si quien construye financia tengo resuelto el problema, piensan con
cierta ingenuidad algunos alcaldes y políticos de turno. El problema viene cuando se
trata de ofrecer algo a cambio. El municipio no puede dar dinero, que no tiene, sólo
puede ofrecer patrimonio público, es decir: suelo que le pertenece a todos y cada uno de
los ciudadanos que habitan la ciudad. El Ayuntamiento no pregunta entonces si los
ciudadanos preferían pagar esos 100 euros en metálico con tal de no ver cómo zonas de
esparcimiento se convierten en residenciales por arte de plan urbanístico; da por
supuesto que se prefiere perder esto antes que cada cual pague 100 euros –que es
precisamente lo que mucha gente paga por mantener las fiestas de su pueblo-. Por este
motivo, o por otros, y sin preguntar a nadie y de forma convulsa, firma convenio con la
empresa constructora y apalabra la realización de la obra en cuestión, amparándose en
una interpretación de ley a su favor o simplemente saltándose la ley, a sabiendas de que
pocos van a protestar y casi nadie a denunciar, sin preguntar en ningún momento si los
ciudadanos queríamos que el asunto se resolviera de otro modo, o yendo más lejos, si
era realmente necesaria la obra causante del endeudamiento, y si es de buen gusto que
por perder todos unas pocas hectáreas ganen tanto dinero otros.
Todo esto, digo, pasa y seguirá pasando si la ciudadanía no se organiza y de
alguna u otra manera llama la atención sobre la excepcionalidad lacerante del pésimo
urbanismo implantado en España. El cáncer se extiende por doquier y no sólo invade
ciudades grandes y medianas, para las que, por otra parte, es más fácil disimular los
desaguisados. También ha llegado de manera desastrosa y desquiciante a las pequeñas, a
aquellas en las que hasta hace poco apenas si se notaba el uso de las malas prácticas
urbanísticas. Ciudades como Cuenca, por citar un ejemplo que conozco, que hasta no
hace mucho era un envidiable ejemplo de desarrollo equilibrado y racional, están siendo
también tocadas por el mal, y amenazan con convertirse en pasto de los convenios y de
la ambición especulativa. Aquí, en este país, parece ser que ni la denominación de
Patrimonio de la Humanidad impide el desarrollismo salvaje. Si hace falta se construye
una ciudad paralela a la supuestamente protegida -enfrentado la maravilla arquitectónica
a la aberración-, y así nadie nos puede decir nada, piensan los que ocupan los sillones
municipales. Lo peor es que tal y como lo piensan lo hacen. Total, por unas hectáreas…,
se justifican. En España se destruyen al año 50.000 hectáreas naturales para uso
urbanístico, en la mayoría de los casos sólo para alimentar la acaparación de bienes por
parte de los agentes mobiliarios y para fomentar el tráfico de vivienda vacía. No es una
cifra inventada, la da por cierta el propio Ministerio de Medio Ambiente.
Total, por una hectárea…., ¿Para cuándo este spot publicitario dirigido a
nuestros alcaldes?


JULIO FERNÁNDEZ PELÁEZ.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lo vuelvo a poner. Me parece un artículo estupendo. Y le digo al señor Julio que debería haber más personas con su criterio.
Espero que esta vez se publique