domingo, 8 de abril de 2007

Opinión

La vía de Cuenca

Hace días estaba en Madrid, tenía que volver a Valencia en transporte público, acudí a la estación de Atocha y en lugar de venir en un tren más veloz, de los que cruzan la Mancha, me dio por hacerlo en el convoy lento y regional que pasa por Cuenca. Hacía muchos años que no cumplía ese recorrido, nada menos que treinta, siendo yo un joven forastero, y me apeteció volver. Recuerdo que aquel viaje primero mío de Madrid a Cuenca fue en vísperas del referéndum de la ley para la reforma política, en diciembre de 1976. Aquella ley que fue la clave del final del franquismo y del comienzo de la libertad. Con Suárez como gran hacedor milagroso. Y valiente. Y firme. Porque a veces se olvida que la transición fue un hecho revolucionario. Y pacífico. Doble admiración, pues, para esa hora raigal de la España de hoy. Esa que algunos iluminados tratan de refundar desde el resentimiento o desde la estupidez. Los tiempos cambiaron mucho, sí, pero me acuerdo perfectamente de aquellos carteles en la estación de Cuenca, invitando a votar la llegada de la normalidad democrática a la vida política de una España lenta y perpleja. Aquella vez paré en la ciudad castellana. Hice, pues, un viaje en dos etapas. Y subí a la parte vieja de Cuenca a pie; descubrí su museo de arte moderno; me perdí en aquellos gozos y soledades. En esa felicidad misteriosa que acompaña al viajero improvisado. Un placer que, para tenerlo, no hace falta desplazarse hasta Nairobi. Basta con avanzar unas decenas de kilómetros hacia el interior, por ejemplo. Y ya uno empieza a ver cosas que nunca vio. Y rostros nuevos, aunque sean ancianos; y palabras que suenan de otra forma, aunque sean bien conocidas. Y amadas. Y todo eso termina siendo bello si no hay prisa. Y nos resulta prodigioso casi todo: un viejo bar de pueblo, la quietud de un parque, el llanto de un niño, el vuelo de un pájaro. El otro día no paré en Cuenca, hice el viaje seguido. El primer tramo desde Madrid no es especialmente llamativo: llanuras, campos, algunas lomas. Pero luego el trayecto gana en gracia, en sorpresa. Sobre todo a partir de Cuenca, rumbo a Valencia, y antes de que ese tren se convierta en suburbano, lo que ya se nota algo a partir de Utiel y Requena, y mucho desde Buñol a la estación del Norte. Pero entre Utiel y Cuenca el recorrido es mágico y raro. El tren va entre bosques de pinos, entre barrancos, por un mundo casi despoblado. Tierra brava, ibérica, muy poco transitada. Montes, lontananzas forestales. Alguna aldea de tonos rojizos que se ve a lo lejos… Y a partir de esas visiones es muy fácil descolgarse hacia las lecturas infantiles. Aquellas que nos proponía en clase el profesor de literatura. En mi caso, Azorín sobre todo, el gran alicantino que estudió Derecho en Valencia. Y uno cree que vuelve a las páginas de Azorín al contemplar esos paisajes, ese aire límpido, ese sosiego perdurable. La vía de Cuenca es una puerta a la literatura. A su balbucear en cualquier persona. Aparecían en medio del bosque muchas estaciones abandonadas. Fantasmales apeaderos hoy, con su entorno de vacío y cascotes, de hierba y olvido. Letreros casi ilegibles de pueblos que muchas veces ni siquiera están cerca de los andenes arruinados. Y que por ello dotan a esos rincones de un misterio adicional. Como si fueran lugares fuera del mundo. Y en medio de una hermosa nada. Pero, a la par, cerrando los ojos, no es difícil para el viajero imaginar encuentros y despedidas, paradas de trenes de vapor, y la emoción ruidosa de sus locomotoras negras. Un viaje a Cuenca en tren es una delicia rara. Aunque es censurable que la línea, tal vez debido a la futura vía del AVE, esté tan abandonada, tan dejada a su suerte. Hace poco hubo un descarrilamiento, alguna otra vez ha pasado. Supongo que cuando el AVE surque esos bosques, el viejo ramal desaparecerá. Y también un modo antiguo y sabroso de ir a Cuenca. Sobre todo, si uno va solo. Si se deja llevar por lo que ve.

CÉSAR GAVELA/Las Provincias