jueves, 29 de junio de 2006

Cuarenta años en el laberinto abstracto

NATIVIDAD PULIDO. CUENCA.
1966. Ve la luz en España una nueva Ley de Prensa e Imprenta promovida por Manuel Fraga. Los estudiantes universitarios, tras la expulsión de sus cátedras de Tierno Galván, Aranguren y García Calvo, se rebelan. Un grupo de intelectuales trata de organizar un homenaje nacional a Antonio Machado en Baeza, frustrado por la intervención policial... En ese enrarecido ambiente, una pequeña ciudad castellano-manchega se convierte en el centro artístico más innovador del país. El 30 de junio nace en Cuenca, suspendido en sus fantasmagóricas, casi irreales, Casas Colgadas, sobre la hoz del río Huécar, el Museo de Arte Abstracto Español. En palabras del fundador y primer director del MoMA, Alfred H. Barr, el museo más bello que había visto nunca. Es el fruto de una apasionante aventura personal y artística, abanderada por Fernando Zóbel, y en la que se embarcaron dos compañeros y amigos, Gustavo Torner y Gerardo Rueda.
Como en toda buena historia que se precie, no fueron fáciles sus orígenes. Fernando Zóbel, un pintor nacido en Filipinas y formado en Harvard, aterrizó en España en 1955, aunque no se instaló aquí hasta 1961. En una visita a la galería Fernando Fe de Madrid descubrió la pintura de Feito, Saura, Chillida y Tàpies. «Ahí empezó -relataba el propio Zóbel- mi identificación con esa generación y con su estilo de pensar sobre pintura». Coleccionista y mecenas, irrumpió a mediados de los cincuenta -en palabras del pintor Antonio Lorenzo- como un portavoz de la modernidad para corroborar la vanguardia que se gestaba por esas fechas en España. Lo retrata así: «Trataba de sacar petróleo de donde no lo había. A nosotros, un poco locales desde nuestro castizo Madrid, nos deslumbró bastante, aunque inmediatamente descubrimos que le gustaba la Coca-Cola y el jamón de jabugo y que su trato era familiar e integrador».
«¿Qué se me ha perdido en Cuenca?»
Ya en 1962, rondaba en la cabeza de Zóbel la idea de crear un museo con su colección particular, en la que había obra de Saura, Rueda, Feito, Millares, Sempere, Torner... Soñaba con el «proyecto Toledo». Y es que su intención era instalar su colección en la ciudad de El Greco. Reunía dos condiciones que él consideraba importantes: era una ciudad pequeña y estaba cerca de Madrid. Buscaba «una casa dentro de la ciudad. Con patio y con sitio para tener amigos y colgar cuadros. Cerca de Madrid, pero sin ser Madrid, y sobre todo sin ser pueblo, que eso me horroriza, con todo el mundo, los cuatro gatos, pendiente de lo que hace uno». Torner, el único superviviente de los tres mosqueteros conquenses, relata una cena en casa de Zóbel en Madrid en la que le habló de Cuenca: «Me acordé de que en Cuenca, en la parte alta, se estaban vendiendo casas a unos precios ridículos, tan ridículos que yo acababa de comprarme, en 1962, mi estudio, que me costó 12.000 pesetas. Eran 160 metros cuadrados».
Fue Torner quien le contó a Zóbel que las Casas Colgadas se estaban arreglando y que no sabían muy bien qué hacer con ellas. «Le llamé para decirle que el Ayuntamiento de Cuenca le ofrecía, para un museo, las Casas Colgadas. Me dijo: «¿y a mí... qué se me ha perdido en Cuenca?»» Visitaría varias veces la ciudad con Torner y un día, charlando de arte chino en la terraza del hotel Alfonso VIII, le dijo: «Hacemos el museo en Cuenca». Aunque conoció a muchos artistas españoles, hubo una afinidad especial con Rueda y Torner, con quienes compartió proyectos comunes en Venecia, Basilea, Londres o Múnich. «No querían un edificio institucional apabullante, sino un espacio grave y sobrio -afirma María Bolaños-. Se conservó la pequeña planta con los recorridos intrincados y las angostas escaleras, se mantuvieron en buena medida las estancias originales y se preservaron las fuentes de luz preexistentes». La inauguración del museo fue, cuenta, una celebración informal y amigable. Hubo champán francés y langostinos. Colgaban en sus paredes cuarenta obras. Hoy, cuarenta años después, aquella colección inaugural, comenta Juan Manuel Bonet, «sigue causando asombro. Difícil coleccionar mejor, elegir con más tino». Acompañan a esta terna de «cómplices intelectuales» Sempere, Millares, Chillida, Saura, Mompó, Rivera, Feito, Lucio Muñoz, Guerrero, Chirino, Canogar, Palazuelo, Cuixart...
Fotos, carteles, cartas, dibujos...
Zóbel donó en 1980 su colección de arte a la Fundación Juan March, que gestiona desde entonces el museo. Para celebrar este aniversario ha organizado una exposición conmemorativa, «La ciudad abstracta. 1966: el nacimiento del Museo de Arte Abstracto Español» -reconstruye los orígenes y la historia del centro y puede visitarse hasta el 17 de diciembre-, y ha editado para la ocasión un completo libro-catálogo. Una apasionante aventura rememorada a través de fotografías firmadas por Català Roca, Fernando Nuño, Jaime Blassi, Javier Campano o Luis Pérez Mínguez; correspondencia, documentos de archivos públicos y privados, cuadernos de apuntes y dibujos de Zóbel, carteles, obra gráfica... La muestra, que ayer presentaron Javier Gomá y Manuel Fontán, director y director de exposiciones de la Fundación Juan March, respectivamente, se completa con la proyección de unos audiovisuales, como el documental «Cuenca», de Carlos Saura. Cuarenta años en el laberinto abstracto en el que nos adentró Fernando Zóbel.
ABC

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